Aunque el año pasado fue un buen año, mi yo más pesimista se empeña en buscarle espinas. Si hago un balance (laboral, económico, personal y/o literario) es positivo. Y aun así…
Aun así.
En 2021 me cogieron en una agencia literaria. En dos meses, la agente que me había elegido se marchó. Luego se sucedieron los noes. Los no-anuncios por no llegar a los números, no tener seguidores o novelas publicadas en grandes sellos. Los correos sin respuesta, de los que te quieren bien y de los que están saturados.
A principios de 2022, una de las personas a las que la agencia había enviado ese manuscrito por el que me eligieron dijo estar interesada, solo que para el sí definitivo requería cambios en el libro. Cambios profundos, reescritura, añadir páginas. Cien, concretamente. Recuerdo moverme esa tarde como un ratón asustado, de un lado a otro, en mi habitación de por entonces, en casa de mis padres. Me veo ahora mismo como si hubiera pasado ayer: envuelta en una batamanta rosa, con el pecho lleno de angustia y el móvil en la mano, mientras escuchaba los audios llenos de consejos y ánimos de mis amigas escritoras, de mi pareja, de mi hermana, mi mejor amiga, a muchos kilómetros de allí.
Al día siguiente, me levanté de la cama, me arremangué y decidí que si era una prueba de lo que era capaz de dar, demostraría que sí, sobre todo a mí misma. En un mes modifiqué la trama y añadí ciento veinte páginas más. A la vez, trabajaba en el instituto, buscaba piso, escribía otras cosas, estudiaba el primer año de Filología Hispánica e intentaba no tirarme por un acantilado. Es una suerte que no haya en mi ciudad. Aunque, en realidad, en mi ciudad no haya nada en absoluto.
Esa persona, tras leerlo, dijo que sí. Cualquiera que sepa mínimamente algo del mercado editorial sabe que los libros tardan su tiempo en publicarse. Una gran casa editorial había dado el visto bueno a la novela, pero no saldría inmediatamente, como es obvio. Saldría al año siguiente. Tenía que esperar.
También recuerdo ese momento. Abrir el correo, leer el sí, el año de publicación, la despedida. Dejé el móvil sobre la cama, que ya no era la de casa de mis padres, y me abracé las rodillas. Hundí la cabeza entre ellas y me eché a llorar.
No era alegría, ni mucho menos tristeza. Tampoco frustración. Fueron lágrimas de aceptación. Ese “ya está” esperado tras más de un año. Una sensación de meta alcanzada que, en el fondo, es falsa. La vida de un libro no termina cuando, como autor, le pones el punto y final. Tampoco cuando una editorial la acoge. Mucho menos cuando empiezan las temidas correcciones. La primera, la segunda, la tercera. De estilo, ortotipográfica, maquetación, galeradas. Portada, sinopsis, blurbs, biografía. Fecha final, promos, presentaciones, lo de después.
Y ¿qué me espera después?
Conocer más a fondo este mundo me ha dado la respuesta a esa pregunta: no lo sé. Ni yo ni nadie. Lamentablemente, no todo depende de que una se levante y reescriba, de que te esfuerces en aplicar cambios o de que promociones a lo salvaje en redes. Hay ocasiones en los que estar en el momento y en el lugar indicado son los detonantes, y como escritor no tienes ni idea de qué hora es o dónde estás.

Veo la ilusión de mis compañeros de profesión en redes al contar que han terminado sus historias, al anunciar la contratación de sus novelas o su inclusión en una agencia literaria. Ojalá pudiera contagiarme de ese ánimo en las ocasiones en las que me enfoco más en las decepciones, los silencios y los correos sin contestar, que en lo bueno. Aunque, al final, termino haciéndolo.
No saqué ningún libro en 2022. Voy a sacar uno este año.
Supongo que, pase lo que pase, aunque lo que pase sea nada en absoluto, cuando llegue el 31 de diciembre de 2023 podré hacer un balance positivo a ese respecto.
Mientras tanto, lo que me espera es… la espera.
Pero no pasa nada. Siempre he sido una persona paciente.
Nos leemos~